Rosalinda estaba aburrida. Terriblemente aburrida. Con los codos apoyados en una de las almenas de las torres del castillo miraba, casi sin ver, al pequeño pueblo amurallado, derramado en la ladera como lava del volcán que saliera del castillo. –“Estoy harta de vivir encerrada aquí, de escuchar a mi profesor contarme tonterías todos los días, viejo ignorante....si supiera las cosas que averigüé por mi cuenta, podría ponerlo amarillo de vergüenza. Y mi madre que debe tener callos en las rodillas de tanto rezar en la capilla. ¿Qué le pedirá a Dios, con tanta insistencia?”
En el horizonte una polvareda anunció que se acercaba un carruaje.
-“Algo es algo”-pensó Rosalinda. Vio cómo entraba al pueblo y subía en
dirección al castillo. No sabía que esperaban visitas. Bajó corriendo a sus
aposentos. Se sacó el incómodo sombrero cónico cuyo largo tul, que salía del
vértice, le impedía desplazarse con facilidad entre muebles y adornos, de los
cuales había roto algunos gracias al incómodo artefacto. Ya libre, corrió al
salón donde su padre recibía a las visitas. Los pesados cortinados de una de
las ventanas fueron, como tantas otras
veces, el escondite perfecto desde el cual escuchaba y espiaba lo que su padre
hacía. Él sí que era un maestro: diplomacia, política, furia, venganzas,
diversiones varias con el personal
femenino del castillo; materias que día a día, enriquecían su imaginación y la
capacitaban para ejercer el poder en un futuro. Sería como él, seguro.
No tardó mucho en abrirse la puerta. Desde su escondite vio quiénes
eran: el vecino del castillo de la montaña próxima... ¡ y su encantador hijo!
- ¡Está bueno mi vecinito! - pensó la dulce niña.
Sin perder de vista al muchacho escuchó los motivos de la visita.
-
Sois mi última posibilidad. Clodomiro debe casarse, pero nadie le viene bien.
Ya me tiene harto. Ha conocido a todas las niñas con alcurnia, de los feudos
vecinos: que si esta es gorda, que si esta es flaca, que si esta no sabe leer,
que si esta no sabe cocinar, que si esta esto, que si esta aquello... Estoy perdiendo la paciencia... Sé que tenéis
una hija, que los rumores dicen que es
bella e inteligente. ¿Podríais hacernos el favor de presentarla?
Detrás de la cortina Rosalinda
reventaba de rabia. ¡A un bomboncito como Clodomiro esperaron al final para
presentárselo!
Su orgullo estaba profundamente
herido, pero era un candidato demasiado
bueno para perderlo.
La suerte no parecía estar de su lado
ese día. Una rata apareció en el escondite y comenzó a oler los zapatos de
Rosalinda. Trató de ahuyentarla con
ligeros movimientos del pie, pero la fragancia que estos despedían atraía
poderosamente al vil roedor. No aguantó más. Tomó al animal por la cola, lo
revoleó con fuerza y lo estrelló contra el vidrio que estalló en mil pedazos.
Con el giro para despedir a la rata y los cristales que saltaban para todos
lados también ella salió bruscamente de atrás de la cortina. Parada frente a los tres caballeros, sin
amilanarse, hizo una profunda reverencia y sonriendo al joven le dijo:
- Buenos días, Clodomiro. Siento
conocerte tan tarde. Si no hubiera tenido que reventar a una rata,
probablemente no hubiera salido de mi escondite, pero mira...
Con gesto pícaro se levantó la pollera
mostrando impúdicamente los tobillos y continuó:
- ¡Le gustaron mis zapatos!
- ¡Rosalinda! – tronó el
padre.
Con una sonrisa dulce y tímida lo miró y melosamente dijo:
- ¡Oh! Perdón... Me olvidé
de saludar al caballero.
Con
otra profunda reverencia se inclinó ante el vecino mientras levantaba algo más
su cándida pollera en la dirección de Clodomiro.
- ¿Qué hacías detrás de la
cortina? -volvió a tronar su padre.
- Quería daros una sorpresa. No sabía que
esperabais a estos distinguidos caballeros.
Sonrió divertida al joven, que le respondió con otra sonrisa.
- ¿Qué sorpresa ?
- Son cosas privadas...
- ¡Rosalinda!
Esta vez la
suerte estuvo de su lado. Recordó que en el bolsillo de su pollera había
guardado un pañuelo, lleno de puntillas y bordados, que su padre había regalado
a una doncella, después de las “finas”
atenciones que esta le había brindado y que Rosalinda había observado con profunda atención. Lo sacó y agitándolo
frente a él, sonriendo con desparpajo, contestó:
- Si vos lo ordenáis, puedo contarlo
ahora...
El señor conde se puso blanco. A
continuación sus ojos se inyectaron de sangre y ya estaba por agarrar del
cuello a la atrevida cuando esta, tomando de la mano a Clodomiro, le pidió que
la acompañara a recorrer el jardín del castillo.
Entonces
intervino el feudal vecino:
- Clodomiro. ¡Te quedas aquí!
- Pero, señor – terció Rosalinda - ¿ No soy, acaso, la última
posibilidad?
Arrastrando al joven salió del amplio
salón mientras cantaba una canción
popular que no figuraba entre las aburridas que tocaba en el arpa.
El conde y el señor feudal se quedaron
unos minutos en silencio.
- Si no hubiérais venido acá como última posibilidad...
- Si
no os hubieran mostrado ese pañuelo... pero acá, entre nosotros; ahora que
vuestra dulce hija se ha retirado, contad... contad la historia del
pañuelo.
Mientras
los caballeros se confesaban, Rosalinda le aclaraba al vecinito que no sabía
coser, que no sabía bordar, pero que sabía abrir muy bien la puerta para ir a
jugar...
Clodomiro le prometió ponerle todas
las doncellas que necesitara para esas cosas que no le importaban, salvo lo de
la puerta... A lo cual Rosalinda le prometió que iría a jugar cuantas veces se
lo pidiera. Eso sí, si le encontraba un pañuelo perfumado, le cortaba la
cabeza.
El casamiento fue un éxito. Rosalinda
nunca encontró pañuelos perfumados, tampoco cocinó, planchó, ni se ocupó de seguir estudiando con su pesado
profesor. El arpa durmió “ del salón en un ángulo oscuro” y la mamá de la
condesita habló muy seriamente con ella antes de la boda. Después de la charla
se le fueron las callos de las rodillas porque ella también aprendió a jugar.
Y
colorín, colorado, este cuento ha terminado.
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