Por
muchos años Elena tejió para toda la familia. En todo momento, en los lugares
más insólitos y, como no podía ser de otra forma, mientras manejaba la camioneta. El tejido,
sobre sus rodillas, la acompañaba mientras traía y llevaba chicos de diversas
escuelas. Cada vez que se detenía en un semáforo o esperaba que recibieran a
alguno de sus pequeños clientes, el tejido era tomado rápidamente y aunque
fuera poco seguía creciendo. Así, año tras año. Primero fueron tejidos para sus
hijos; después, para sus nietos. Ya, con más de setenta años a cuestas y
siempre manejando su trasporte escolar, comenzó a notar que lo que tejía no
gustaba a quienes recibían lo que tanto tiempo le llevaba realizar. Su
desilusión llegó al punto máximo cuando, a los pocos días de haberle entregado
un chaleco a su nieta de quince años, supo que lo había regalado.
-“¡Nunca más les tejo nada!... Se acabó. Si no les
gusta lo que tejo, no me molestaré más en hacerlo”.
No era fácil romper un hábito de casi
toda la vida. Le faltaba algo entre las manos; se sentía extraña sin la madeja
de lana y las agujas de tejer siempre a su lado; las esperas en los semáforos
le resultaba eternas. Llegaba el invierno y no había tejido nada. Casi
experimentaba culpa.
Algo vino a sacarla de esa situación
incómoda. A su hijo menor le acababan de regalar un cachorro. El muchacho vivía
en el interior y el frío se hacía sentir ¿Qué mejor que pedirle a la madre que
le tejiera un suéter al perrito? Aceptó
encantada. Sin embargo no iba a ser tan fácil. Ese día compró, entusiasmada, la
lana que consideró necesaria; eligió colores que combinaran con el pelaje del
animal, calculó - sin el perro - las medidas que debía tener. Tejió, con la
mayor celeridad posible su primer modelo canino: mangas para las patas
delanteras, largo suficiente en el cuerpo para que lo abrigara bien. Como sobró
lana, tejió también un gorro para el
hijo, haciendo juego con el saco del perro. Así, cuando lo sacase a pasear,
estarían los dos con abrigos similares.
Contenta, orgullosa de su trabajo, se
fue a ver al hijo antes de que regresara a su casa. Comenzaron los problemas.
Le probó el saco al cachorro. No le había pasado por la cabeza que las patas
delanteras no salían del tórax en la misma posición que en los seres humanos.
Tendría que arreglar ese detalle.
Mientras observaba con disgusto su
equivocación, el perro se orinó. Segunda sorpresa: no había pensado en dejar
destapadas las partes necesarias. Con rabia le sacó el suéter al cachorro. Su
hijo miraba la prueba. Comenzó a reírse.
- Pero, vieja, ¿Cómo no te fijaste que era macho? Va a necesitar
pañales cada vez que le ponga el abrigo.¿También le tejiste un gorro?
- No. El gorro lo hice para vos.
El hijo tomó el gorro, lo miró por todas partes, lo dejó sobre la silla.
- Vieja, vos me estás jodiendo ¿En serio pensás que puedo salir con el
mismo disfraz que el perro?
- ¿Qué tiene de malo?
- Mirá. Si llego a sacar a
pasear al perro con este gorro no te puedo explicar lo que me puede pasar.
-¡Ah! ¿Si? ¿Qué te puede pasar, si se puede saber?
- Y... Según las ganas de divertirse que tengan los muchachos.
La madre no entendió, pero - por si acaso- no
preguntó nada más. En el camino de regreso hasta su casa fue mirando a la gente
que caminaba por las calles. Buscaba algún “paseador de perros”. Tenía la
esperanza de que en alguno de los grupos de animales que sacaban a pasear, tan variados en razas y tamaños
hubiera alguno parecido al cachorro de su hijo. Por fin vio a un hombre que
paseaba varios perros. Aceleró la marcha, estacionó mal la camioneta para
adelantarse al perrero, se bajó y resuelta se dirigió a él.
-¿Qué lindos perros?
Este especialmente. ¿Qué edad tiene?
El perrero la miró con
desconfianza -“¿De dónde habrá salido esta vieja?”- se preguntó.
Elena siguió mirando
detenidamente todos los animales. No había ninguno que fuera del tamaño del de
su hijo. Y, bueno, seguiría buscando.
A lo lejos vio a un muchacho que arrastraba
una buena cantidad de animales. Justo donde iba a estacionar se le adelantó
otro coche y tuvo que seguir. El perrero dio vuelta a la esquina y lo perdió de vista. Dio una
vuelta a la manzana esperando encontrarlo. Nada, se lo había tragado la tierra.
Enojada por los inconvenientes, en el momento en que los semáforos le daban
paso, lo vio salir de una casa de departamentos. No podía girar hacia ese lado.
Otra vuelta a la manzana. ¡Ahora sí! Allá venía. Una maniobra brusca para
estacionar y ¡Crash!” La camioneta se estrelló contra un poste de la vereda.
En un segundo, un grupo de curiosos la
rodeo. Entre ellos el perrero.
“Lo
primero es lo primero”- se dijo Elena. Bajó, miró la camioneta; vio uno de sus faros roto. No se inmutó. Ante la tranquilidad con que tomó lo que acababa de
pasar, los mirones perdieron interés en el choque y se fueron retirando.
Esta vez Elena llamó al perrero. Le explicó que tenía que
tejer un suéter para un perro de su hijo y que necesitaba tomar las medidas de
alguno similar. El muchacho le dio total libertad de medir lo que quisiera.
Elena se sintió feliz. En medio del grupo, uno pequeño, casi escondido entre
los demás, fue sometido a una medición nada precisa. La palma de la mano fue deslizándose por todos los rincones del
perro para calcular los puntos que debía tejer. Después de las primeras
exploraciones el perro se cansó y un ligero gruñido avisó a Elena que debía
apurarse en terminar las investigaciones. ¡Justo a tiempo! Mientras calculaba
dónde debía terminar la parte inferior para que no se humedeciera nuevamente;
el animal, nada dispuesto a que le tocaran sus intimidades, dirigió un amplio
mordisco a la tejedora que logró escabullir la agresión casi en el límite. Temblando, se retiró del animal que le
ladraba violentamente. Agradeció mientras se retiraba con rapidez. Llegó hasta
la camioneta escuchando como los ladridos se habían contagiado al grupo de
perros que la despedían furiosamente, todos al mismo tiempo. No quiso imaginar
lo que estaría pensando el perrero de
ella.
Finalmente tenía las medidas (aproximadas).
En cuanto llegó a la casa abrió la bolsa donde había puesto el suéter
del perro. Un vaho desagradable atacó su olfato. Evidentemente debía lavar la
lana. “Todo sale al revés. Ya me estoy hartando”- pensó Elena.
Lavó el tejido, lo deshizo comprobando que el haberlo hecho a rayas
multicolores complicaba el desarmado. Tuvo ganas de tirar todo a la basura.
Recordó lo que le había costado la lana y decidió que no le iba a ganar un
suéter de perro. Esta vez, con menos apuro, volvió a tejer la prenda. El hijo
ya había regresado a su casa del interior. Esperaría que volviera para
entregarle el abrigo del animal.
Los días pasaron y, por circunstancias diversas, el hijo no regresó
hasta dos meses más tarde. En cuanto Elena supo que había regresado fue a
verlo. Esta vez debía estar todo bien.
Hasta el gorro del hijo, que no había tenido que destejer, le gustaba más que
antes. Con el paquete en la mano tocó el timbre. Escuchó un ladrido ronco y
fuerte. Elena palideció. La puerta se abrió un poco, mostrando una cadena que
impedía mayor abertura.
- ¡Hola, mamá! Esperá que encierro al perro. Cuando no conoce es
bravo y te puede morder.
Elena alcanzó a ver los colmillos del que había dejado de ser
cachorro; pintando ya como un gran Manto Negro. Antes de que el hijo regresara
se acercó al incinerador y arrojó el paquete.
-¿Viste como creció el perro? Menos mal que no le tejiste el saco. Con
el pelaje que tiene no lo necesita.
Elena cambió de tema. Ese día se jubiló definitivamente de tejedora.
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