domingo, 17 de octubre de 2021

Marrón Glacé

    El castaño era un árbol grande. Su espeso follaje cobijaba las castañas que cerca de Semana Santa comenzaban a aparecer diseminadas en el césped. Mi madre me había contado que en España las usaban para alimentar a los cerdos. Aquí eran un lujo que durante bastantes años me entretuvieron mientras las transformaba en “Marrón Glacé”. Cuando sus coberturas verdes y erizadas de espinas se comenzaban a abrir mostrando la rígida, marrón y brillante cáscara que protegía al fruto, comenzaba la tarea. Guantes de cuero, escalera y balde. Trabajo para Rodolfo. Desaparecía en el follaje y me alcanzaba el balde lleno. Cosecha mucho mayor de la que exigía mi posterior artesanía. Una vez completados varios baldes las desparramábamos sobre la larga mesa del quincho. Con dos tenedores terminábamos de abrir las peligrosas y punzantes cubiertas, sacábamos las castañas, elegíamos las más grandes y sanas. Los chicos a veces ayudaban pero esa etapa del proceso no era la que más les interesaba. Esperaban la etapa en la que podían digerirlas… En ese momento se iniciaba el trabajo de mayor paciencia. Una a una eran sometidas a un corte en la dura cáscara interna y abrirlas para disponer de la fruta seca, aterciopelada y con circunvoluciones que la asemejaban a pequeños cerebros. Esa fina piel aterciopelada y dibujada con nervaduras también debía desaparecer. Las dejábamos en remojo hasta el día siguiente, en el cual armado de paciencia y con un cuchillo pequeño con punta bien filosa despegábamos la última protección. Entonces iban a parar a la olla. Agua, azúcar, esencia de vainilla y cada día – por cinco horas - se las hervía lentamente aproximadamente por una hora. Finalmente lograban estar bien impregnadas de azúcar, tiernas y con un tentador color dorado.

    Los chicos las devoraban mientras yo, sufriendo, veía cómo se terminaban en un momento lo que había costado largas horas de trabajo. Adolescentes con apetito interminable casi no daban tiempo a los adultos a probarlas (aunque la degustación “extraoficial” la hacía mientras las cocinaba para saber el momento en que estaban “a punto” …).

    Un año me enojé con los chicos por la rapidez con que las deglutían y les recriminé no dar valor el trabajo que me costaba hacerlas. La respuesta fue que la que no sabía valorar era yo, si lo hiciera podría ponerme muy contenta de ver lo poco que duraban. Fue un halago, pero lo mismo me propuse hacerlas un año más y terminar con algo que ya era casi una obligación… Al año siguiente, recordando lo que había decidido me esmeré todo lo que pude en las castañas “de despedida”. (Siempre las despedidas son tristes y en nuestro caso, nacidos con alma de gordos, saber que no habría nuevamente castañas “tenedor libre” fue duro, pero sobrevivimos). Una vez listas, compré papel de aluminio y las envolví como en las confiterías; busqué una caja para cada uno (todas iguales, desde luego). Mientras las entregaba les comenté que era el último año que iban a contar con las castañas “de mamá”. Cada uno disponía de su caja para comerlas en el tiempo que quisieran: todas en un día, una por día, o por semana o cuando les pareciera. Eran libres para elegir.

    Hubo de todo. Algunos comieron en un día el contenido de la caja, otro aguantó una semana en terminarlas, pero ganó Josefina. Con la constancia y método que la caracterizaban, cumplió a conciencia su plan. No recuerdo ya cada cuántos días se comía uno, con fruición, al terminar la cena. Los primeros días le hacían bromas que ella parecía no escuchar mientras ponía cara de deleitarse y comía lentamente su Marrón Glacé. Cuando ya todos habían terminado sus respectivas cajas, la de Josefina todavía tenía para bastante tiempo. Entonces sí se la veía gozar doblemente, no solo por la castaña sino por la indignación de sus hermanos que no conseguían convencerla de que les diera alguno.

    Ahora, cuando recogemos castañas nos limitamos a abrir la cáscara, ponerlas al horno y comerlas calentitas y tiernas y en cantidades mayores…





jueves, 18 de junio de 2015

My Grandmother’s Doll - by Felipe Tapia

Everyone has a treasure, whether it’s sentimental or valuable, a memory or a huge rich portrait of your grandfather. A treasure could be anything from a piano to a harmonica, from a grain of sand to a gold mine. Maybe the treasure costs five dollars or maybe it costs thousands of dollars. My treasure? It may seem unusual because I am a boy, but my treasure is a doll.

This doll isn’t like the other ones : it looks like a chef, but it isn’t what you think it is. In his round dark eyes, you can see your future; in his melancholic smile you can hear his thoughts; in his tiny soft hands you can feel his call; and, maybe, if he trusts you, he will tell you his story:

“I was born in the old hands of your grandmother,” he said to me. “She made me with stuffing like clouds of cotton that she wrapped with a skin-toned body made with wool attached with some magical thread. She also made my hair with dirt-tone yarn like worms and an unwashed apron the color of snow. When she finished me, she put me on a shelf with other dolls like me. I remained motionless and quiet for month, or years, I don’t really know. I saw her pass me several times, each time slower. One day I didn’t see her pass me. So I understood that she was very sick and she had to stay in bed. Then, another day, you came. She was happy to see you again because the last time she saw you, you were only a little kid. So she took me with her soft trembling hands, and she gave me to you. When we left her house, I was really sad because I knew that I would not see her again for a long time. I wanted to cry but I could not. So I tried to convince myself that you might not be a bad person. So I came with you to France. In this new country I thought that all would be different, you would not leave me alone and you would, play with me, but I was wrong. You stored me in a box and forgot me. All was dark and quiet in this box for long time. Then, one day, you opened my silent prison and took me with your big hands. You looked sad and tears were streaming down your cheeks. So I understood that your grandmother and my creator passed away.”

This is my treasure: the sweet memory of my grandmother giving to me this doll. I will never forget her because now, this doll is always next to my bed. I learned that things become valuable to you only at critical moments and are never precious only by their monetary value.

martes, 16 de junio de 2015

La Corrida de toros


Amira se había criado entre toros. Su padre era ganadero y criaba toros de lidia. Sus  primeros pasos la llevaron a los corrales de los bravos animales. Gozaba observándolos. Aprendió el arte de la tauromaquia antes que a escribir. A medida que crecía, cada vez más entusiasmada con el toreo, practicaba continuamente con animales pequeños. Los peones del campo, admirados de la facilidad y valentía que demostraba, no dejaban de estimularla y enseñarle todo lo que sabían del tema. Serpentinas, revoleras, verónicas, pases de pecho, todo lo que les veía hacer lo imitaba con facilidad. Don Manuel, su padre, estaba orgulloso de ella.” Lástima que no sea varón. Sería un magnífico torero”- solía comentar.

En su pequeño pueblo blanco no podía faltar la plaza de toros. Todos los domingos, con su padre, iba a ver las corridas. No soportaba que hirieran o mataran toros; se tapaba furiosa los ojos si herían a algún caballo, disfrutaba el espectáculo de música, de color, de coraje, pero odiaba los momentos sangrientos.  ¿No podría demostrarse el valor y la destreza sin crueldad? Fue creciendo, concurrió a la escuela del pueblo, pero la pasión por el toreo se iba adentrando más y más en ella.

Con hermosos dieciocho años en su poder pidió a su padre que le permitiera aprender el arte del toreo.”¡Ni pesarlo! ¿Dónde se ha visto que una niña sea torero?”

Amira estaba consternada. Tenía que aprender a la perfección. Algún día la aclamarían en "Las Ventas" de Madrid. Sería torero.

Así, a escondidas de su padre, con la complicidad de algunos de los mozos, fue adquiriendo experiencia, seguridad, coraje. Ellos la admiraban. Comentaban la facilidad con que manejaba a los animales, su valor, su tenacidad. “Si fuera hombre estaría entre los mejores”,”Lo que se pierden  por no dejarla ir a Madrid”,” Tendríamos que ayudarla para que toree aunque sea en el pueblo” - decían entre ellos.

En la pequeña plaza de toros solía haber espectáculos de toreo cómico en días de fiestas populares o becerradas con animales jóvenes y menos peligrosos. Amira vivía pensando cómo podría lograr torear, aunque fuera un sólo día en esa plaza. “Si me vieran torear, seguro que  quedarían conformes”.

Se aproximaba la fiesta del patrón del pueblo, “San Nicasio”. Como todos los años, el cura visitó a su padre para pedirle colaboración. Y como todos los años Don Manuel prometió darle algún animal para la becerrada. El cura se retiró contento y Amira vio su oportunidad. Sabía que el personal de la finca la ayudaría: sobre todo Javier, incondicional, enamoradísimo de ella.

En un plácido atardecer, Javier la vio venir. Pensó que, como siempre, desearía torear un rato. Pero no. Esta vez (¡Oh milagro!), no quería torear. Pretendía hacerlo cómplice de algo que podía significar perder el trabajo en la finca. “Tú sabes que son todos unos ´tapados´. Basta que me ayudes a montar el espectáculo. Yo me hago cargo de lo que pueda suceder. Me van a mirar más a mí que al toro ¿O no?

Y Javier transó. Se estremecía  solamente al pensar en la fiesta que Amira preparaba. La concurrencia era casi toda masculina. Las mujeres no eran tan fanáticas por las corridas. El alcalde presidía  generalmente los espectáculos y el señor cura, a su lado, quedaba ronco de tanto gritar ¡Oooooole! ¡Oooooole! y más ¡Ooooole!. Nunca había toreado una mujer. “Se escandalizarán”- pensaba Javier.

En cambio, Amira, conocía bien a sus coterráneos, muy “santos” en apariencia, pero incapaces de perder de vista a una mujer bien formada o seguirla hasta agotar la seguidilla de piropos que conocían. Con harta frecuencia sus oídos quedaban cansados  de escuchar a los hombres de su pueblo la “caliente” admiración que le profesaban y más de un bofetón paró el paso del piropo, de la boca a las manos, de algún admirador más atrevido.

En los días que faltaba para el festejo del santo, Amira no volvió a los corrales. Encerrada en su habitación cosía y hablaba por teléfono. Su primer “traje de luces” debía llamar la atención a toda esa multitud de “babosos”. Estaba convencida que podía ganarse el favor del público con lo bien que toreaba, justamente  siendo mujer...

La mañana del festejo se presentó inigualable, ni una nube en el intenso azul, las casas más blancas que nunca, los geranios luciendo en sus macetas que, tras las rejas, decoraban los balcones.

Desayunó cantando y bailando.
-         Oye tú – dijo el padre-¿A qué viene tanta alegría?
-         Hombre ¿qué no se puede cantar en esta tierra?
-         ¿Vendrás a la corrida?
-         ¡Ya lo creo! ¡No me la perdería por nada! Pero no me esperes. Voy con un grupo de amigos.

Salió de la casa con un paquete bajo el brazo. Cantando bajito se fue a casa de una amiga. Las estrechas callejuelas del pueblo desbordaban de gente. Todos en la calle, comiendo rosquillas que enhebradas como collares derramaban almíbar. Se vendían en los kioscos armados desde temprano, alrededor de la iglesia.

Las corridas que se hacían en estos festejos no llamaban mucho la atención. Los toreros solían ser principiantes, los animales no muy grandes, los estremecimientos que producían resultaban pocos. Sin embargo, esta vez corrían comentarios sobre un torero excepcional que intervendría en la fiesta. Se hablaba de varios matadores conocidos en el ambiente, se decía que uno de ellos era amigo del cura y que se había ofrecido a intervenir en los festejos. Todo era suposiciones, todos hablaban, todos inventaban, pero ninguno sabía la verdad.

Como si todo concurriese para apoyar la incertidumbre, la imprenta del pueblo se había estropeado y no habían programas.

“No importa - pensó el señor cura cuando entró en la plaza – que sea lo que Dios quiera, que por lo visto me quiere bien... ¡Nunca he visto esto tan lleno de gente! La recaudación me va a permitir hacer buenos arreglos en la iglesia. Hay que creer o reventar, no me dan ni un céntimo cuando lo pido desde el púlpito y aquí dan hasta lo que no tienen...”
         
A las cinco en punto de la tarde hizo su entrada el señor Alcalde. Se instaló en el palco. No acababa de tomar asiento junto al señor cura cuando Javier se le acercó y le dijo algo al oído. Una gran sonrisa apareció en el rostro del alcalde que hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

Las primeras corridas fueron tan pobres como las que veían cada año: los toreros poco hábiles, los becerros para principiantes, de emoción: ¡nada!

Pero todo llega.¡Por fin llegó!

El alcalde se paró. Con gesto casi teatral colocó el pañuelo blanco sobre la baranda. Sonaron clarines y timbales. El público, renovadas las esperanzas de un buen espectáculo, aplaudía y gritaba. Comenzó el paseíllo. Se abrió la puerta grande, los alguacilillos se dirigieron hasta el palco principal y destocándose solicitaron permiso para iniciar el espectáculo. El público rugió de alegría. Comenzó el desfile: banderilleros, picadores, monosabios, areneros y un tiro de mulitas cerrándolo. Como si estuvieran presenciando la corrida en “Las Ventas”, en Madrid. Disfrutaban del espectáculo, pero ¿y el torero? Ya estaban pensando que todo había sido un truco publicitario y que nada de particular había cambiado. En ese momento apareció Amina. Un escalofrío corrió por la plaza. Los músicos siguieron tocando tan distraídos que ni miraban sus partituras: sólo tenían ojos  para la maravilla que ingresaba en la arena.

Vestida de odalisca. El torso escasamente cubierto por un bolero con brillantes  y coloridas piedras, amplios pantalones de gasa trasparente, ajustados en los tobillos, adornados con numerosas pulseras, bien bajos de talle; coloridas babuchas en los pies. Su larga melena negra y ondeada, flotaba en el aire con bien estudiados movimientos; los ojos maquillados como para que los vieran desde muy lejos. Y así, ante la sorpresa general, con una sensual e increíble danza del vientre fue adelantándose cadenciosamente hasta el palco donde el Acalde, desorbitado ante la belleza de la muchacha no atinó a reconocer en ella a la hija de Don Manuel. Éste, en cambio, la reconoció inmediatamente. Casi tiene un infarto, pero resistió. El mozo de  espadas se acercó  a Amira y le entregó la capa. El Alcalde puso nuevamente el pañuelo blanco sobre la baranda del palco y sonrió amablemente a Amira autorizando la salida del toro.

La puerta del toril se abrió. Un tremendo toro, de casi quinientos kilos salió bufando a correr alrededor del ruedo. Un “uuuuuuuuuuuuuu” sostenido recorrió la plaza.

Don Manuel se agarró la cabeza. Ese no era el becerro que había indicado llevar. Ese era el más peligroso y fuerte de sus toros. Un ejemplar único que no quería ver muerto. Resignado, furioso, no tenía otro  remedio que soportar el desarrollo de la lidia.

Ya, en el primer tercio empezó a disfrutar: ¡Esa era su hija! ¡Qué maestra! El público rugía. Amira bailaba, no toreaba. El toro parecía querer complacerla. Como si supiera lo que querían hacerle los picadores les hacía frente violentamente y escapaba antes que lo hirieran. Los peones hacían volar sus capotes, el toro corría, embestía, daba espectáculo. Los picadores recibieron la orden de retirarse. Y allí comenzó el tercio de banderillas. Amira había sido previsora. ¡De sangre nada! Las banderillas adhirieron al cuerpo del animal sin producirle daño. Y comenzó el juego. El toro estaba acostumbrado a las prácticas de Amira. La muchacha bailaba a su alrededor, con tal maestría, con tal cadencia, con tanta perfección en el uso de la capa que, el público gritaba enardecido. El toro actuaba como si pudiera cornear en cualquier momento. Sus embestidas eran fiestas para el público cuyos ¡Ole! ya salían roncos de gargantas que no paraban de gritar. Y llegó la muleta. El  silencio cundió en la plaza. Don Manuel, pálido, rezó; el señor cura rezó también pero para que le perdonaran haber mirado a la niña más que al toro; el alcalde, recordando lo que le había dicho Javier se imaginaba en primera plana de un importante diario de Madrid, presentado como avanzado y renovador alcalde que no hacía discriminaciones.

Amira completó el espectáculo con maestría y destreza. Cuando, supuestamente, debía matar al toro, remató el espectáculo a su manera. Parada frente al tremendo animal, apoyo la espada en el testuz. Ambos inmóviles, se desafiaban con la mirada. La gente temblaba. De repente, lo imprevisto. Con tremenda agilidad Amira pegó un salto y se sentó sobre el lomo del animal y lo condujo frente al palco. El toro dobló sus patas delanteras: Amira descendió triunfante. Había toreado en una plaza. No había matado al toro. Le acarició el testuz  y sacando de su bolero un pañuelo azul se lo colocó al toro en el aro que tenía en una de sus orejas.

Misión cumplida. Tuvieron que sacarla con la Guardia Civil porque más de uno quería conocerla de cerca.  El ABC de Madrid publicó en primera página la foto de Amira, con su enloquecedor “traje de luces” efectuando una verónica que sacaba el juicio hasta al toro. En el artículo que comentaba el evento el Alcalde leyó con satisfacción que los “popes” de la tauromaquia lo consideraban “inteligente y progresista”.

¡Todos contentos! ¡A festejar! ¡Hay chocolate con churros!

martes, 23 de septiembre de 2014

Regreso

Ese día volvió de su trabajo más cansada que de costumbre. Cada día cuando iniciaba sus tareas sabía del esfuerzo que le significaban. No habían pasado los años en vano, cuando no dolían los huesos, dolía cualquier otra cosa. Pero esa noche era diferente. Sentía cansada el alma.

Se acostó siguiendo las rutinas de siempre, la ropa ordenada para el nuevo día, la higiene habitual, ver un poco de televisión esperando quedar dormida, también como de costumbre, con el aparato prendido.

Esa noche apareció por primera vez en su sueño. Al despertar seguía estando presente. Lo recordaba tan real como si lo hubiera conocido en la vida misma. ¿Era la vida sueño o el sueño era la vida?

Lo vio en la vereda, pobremente envuelto. Se acercó para cerciorarse que era un niño. Si, parecía recién nacido. Lo levantó con cuidado. Era hermoso. Le sonreía. Hizo con sus brazos una cuna y lo miró con ternura. En su pequeño rostro creyó ver el rostro de sus hijos.

Desde esa primera noche en que lo conoció, la siguió acompañando. Casi sin excepción aparecía en su sueño, sonriente, silencioso, estirando hacia ella sus pequeños brazos esperando sentir su calor y su afecto.

Si alguna noche no soñaba con él, al despertar se preguntaba si seguiría existiendo…Durante las noches su presencia era casi constante. Lo necesitaba, formaba parte de su vida. Pequeño desconocido por el que sentía la extraña obligación de cuidarlo, quererlo, tener la certeza de que no sufría, que nadie le hacía daño…

Sus hijos eran adultos y los nietos no la necesitaban. Pero, por la noche, consciente de lo irreal, esperaba a ese niño que no reconocía su vejez y que agradecía sonriente su cariño.

Finalmente aceptó su existencia en ese mundo donde el absurdo y lo real se mezclaban impunemente, donde podía acariciar a un ser que extendía sus brazos y también le ofrecía su amor.

Era casi un pacto. Yo estoy, tú estás. Pacto en silencio. Solo presencia.

Una noche se produjo el milagro. El niño habló: - No te preocupes más por mí. Estaré siempre contigo…

En el mismo instante un vagido le anunció que nacía.

Y ella se escondió en un rincón del pequeño cerebro, para acompañarlo cuando él tuviera cansada el alma.

lunes, 23 de septiembre de 2013

El balcón de Julieta

          Julieta estaba furiosa. Ya no aguantaba más. Se había cansado de esperar que Romeo subiera a su balcón y la raptara. El joven intentó trepar por las largas y rubias trenzas de su amada y casi la deja pelada. Había probado llegar, varias veces, con alguna escalera que traía quien sabe de donde, pero don Montesco siempre lo pescaba y empujando la escala lo devolvía a tierra. En otras ocasiones, como novia amorosa, había anudado la sábana para que se agarrara a los nudos y alcanzara su meta. Tampoco. El ama de llaves del palacio se daba cuenta y debía planchar  cuidadosamente las duras sábanas de hilo con una pesada plancha llena de carbón caliente. Era demasiado...
Julieta blandía, en esos momentos, un pico y más que enojada golpeaba  su precioso balcón, destruyéndolo concienzudamente. Trozos de mampostería caían ruidosamente a la calle  ¡POM! ¡POM!...
Pasó un paje. Miró hacia el primer piso donde Julieta descargaba su rabia y preguntó: - ¿Qué te pasa Julieta? ¿Por qué rompes tu lindo balcón?
- ¿Y a ti que te importa ?
- ¡Qué delicada estás hoy!
Julieta no estaba de humor para aguantar al paje. Tomó una maceta con  geranios y se la tiró. Tuvo buena puntería. El paje se desmayó porque la maceta le dio en plena cabeza. De su gorro de terciopelo azul salieron pajaritos y estrellas.
Pasó un nene con una jaula y se llevó los pajaritos. Pasó una nena con un chupetín bien húmedo y pegoteó una estrella. Siguió su camino chupándolo pero escupió la estrella pronto. Tenía demasiado gusto metálico.
Pasó una vieja con una canasta llena de alimentos. Miró hacia arriba  y preguntó dulcemente a Julieta:
-¿Quieres una manzana?
           Julieta miró la manzana que le ofrecía.
–No me gustan las verdes. Cómasela usted - Y siguió con su demolición.
La vieja no cejó en su afán de darle algo a la dulce niña.
-Tengo higos... ¿ Te gustan? Julieta no le contestó. Todavía había otra maceta en el balcón. Esta tenía pensamientos. No lo pensó dos veces. Con puntería digna de una princesa le acertó la maceta en el cráneo. La vieja cayó sentada sobre los huevos que llevaba en la canasta. Vacilante se retiró con la tortilla incrustada en el trasero. Si no fuera por lo enojada que estaba Julieta casi se ríe.
Su padre venía hacia el palacio. Lo vio venir pero no le importó. Estaba decidida a terminar con el famoso balcón. Montesco no podía creer lo que veía.
-¿Te volviste loca, hijita mía?
- Julieta respondió a los gritos: - ¡Qué hijita ni hijita! ¡ Ya me cansé!... Sal de ahí o algún cascote te va a dar dolor de cabeza.
- Ni lo pienses – respondió el padre-. ¡ Ahora subo y la que vas a recibir una buena tunda vas a ser tú !
-Ja... ja... - contestó la niña.
Tomando una de las pesadas cortinas la arrancó y la hizo volar. Era una maestra en la puntería. El pobre Montesco quedó tapado por la cortina y sus movimientos lo asemejaban a un fantasma.
Se arrimaba una procesión. Al ver al fantasma, se detuvieron inmediatamente, le arrojaron agua bendita y lo ataron para llevarlo hasta el templo y exorcizarlo. De nada sirvieron los gritos de Montesco que decía:
¡Soy yo! ¡Soy yo!...
- Todos somos yo - le dijo un bufón que pasaba. Miró el balcón y preguntó  -  ¿Necesitas ayuda, linda?
Julieta ni se molestó en contestarle. Quería aprovechar el tiempo y la estaban interrumpiendo demasiado. Siguió con su ¡POM! ¡POM!
Finalmente cumplió su objetivo. Del balcón no quedaba nada. Muy tranquila se cortó las trenzas que cayeron sobre Romeo justo cuando llegaba. Julieta lo vio, lo saludó amigablemente. Le tiró un paquete de sábanas que ya no anudaría ni tendría que planchar y entonando una dulce melodía le hizo saber a Romeo que podía usarlas para lo que le diera la gana.
Se puso un vestido negro, se tapó el rostro con un velo del mismo color y resuelta se dirigió al convento mas próximo. Así hacían entonces las viudas y las que sabían que no se iban a casar. Se abrió el torno. Una voz preguntó: -¿Qué deseas?
- Entrar – contestó Julieta – No me quiero suicidar...
La puerta se abrió lentamente. Julieta entró contenta. No había que esperar más a ese novio tonto, ni al fin de la historia que le habían contado. El día que quisiera salir del convento ya encontraría otro balcón para romper.

Así fue como Julieta se salvó de suicidarse y... Colorín, colorado este cuento de media noche ha terminado.

Rosalinda, dulce niña

     Rosalinda estaba aburrida. Terriblemente aburrida. Con los codos apoyados en una de las almenas de las torres del castillo miraba, casi sin ver, al pequeño pueblo amurallado, derramado en la ladera como lava del volcán que saliera del castillo. –“Estoy harta de vivir encerrada aquí, de escuchar a mi profesor contarme tonterías todos los días, viejo ignorante....si supiera las cosas que averigüé por mi cuenta, podría ponerlo amarillo de vergüenza. Y mi madre que debe tener callos en las rodillas de tanto rezar en la capilla. ¿Qué le pedirá a Dios, con tanta insistencia?”
En el horizonte una polvareda anunció que se acercaba un carruaje. -“Algo es algo”-pensó Rosalinda. Vio cómo entraba al pueblo y subía en dirección al castillo. No sabía que esperaban visitas. Bajó corriendo a sus aposentos. Se sacó el incómodo sombrero cónico cuyo largo tul, que salía del vértice, le impedía desplazarse con facilidad entre muebles y adornos, de los cuales había roto algunos gracias al incómodo artefacto. Ya libre, corrió al salón donde su padre recibía a las visitas. Los pesados cortinados de una de las ventanas fueron,  como tantas otras veces, el escondite perfecto desde el cual escuchaba y espiaba lo que su padre hacía. Él sí que era un maestro: diplomacia, política, furia, venganzas, diversiones varias  con el personal femenino del castillo; materias que día a día, enriquecían su imaginación y la capacitaban para ejercer el poder en un futuro. Sería como él, seguro.
No tardó mucho en abrirse la puerta. Desde su escondite vio quiénes eran: el vecino del castillo de la montaña próxima... ¡ y su encantador hijo!
- ¡Está bueno mi vecinito! - pensó la dulce niña.
Sin perder de vista al muchacho escuchó los motivos de la visita.
- Sois mi última posibilidad. Clodomiro debe casarse, pero nadie le viene bien. Ya me tiene harto. Ha conocido a todas las niñas con alcurnia, de los feudos vecinos: que si esta es gorda, que si esta es flaca, que si esta no sabe leer, que si esta no sabe cocinar, que si esta esto, que si esta aquello...  Estoy perdiendo la paciencia... Sé que tenéis una  hija, que los rumores dicen que es bella e inteligente. ¿Podríais hacernos el favor de presentarla?
     Detrás de la cortina Rosalinda reventaba de rabia. ¡A un bomboncito como Clodomiro esperaron al final para presentárselo!
     Su orgullo estaba profundamente herido, pero era un candidato  demasiado bueno para perderlo.
   La suerte no parecía estar de su lado ese día. Una rata apareció en el escondite y comenzó a oler los zapatos de Rosalinda. Trató de ahuyentarla  con ligeros movimientos del pie, pero la fragancia que estos despedían atraía poderosamente al vil roedor. No aguantó más. Tomó al animal por la cola, lo revoleó con fuerza y lo estrelló contra el vidrio que estalló en mil pedazos. Con el giro para despedir a la rata y los cristales que saltaban para todos lados también ella salió bruscamente de atrás de la cortina.  Parada frente a los tres caballeros, sin amilanarse, hizo una profunda reverencia y sonriendo al joven  le dijo:
     - Buenos días, Clodomiro. Siento conocerte tan tarde. Si no hubiera tenido que reventar a una rata, probablemente no hubiera salido de mi escondite, pero mira...
     Con gesto pícaro se levantó la pollera mostrando impúdicamente los tobillos y continuó:
     - ¡Le gustaron mis zapatos!
     - ¡Rosalinda! – tronó el padre.
          Con una sonrisa dulce y tímida lo miró y melosamente dijo:
          - ¡Oh! Perdón... Me olvidé de saludar al caballero.
       Con otra profunda reverencia se inclinó ante el vecino mientras levantaba algo más su cándida pollera en la dirección de Clodomiro.
 - ¿Qué hacías detrás de la cortina? -volvió a tronar su padre.
 - Quería daros una sorpresa. No sabía que esperabais a estos distinguidos caballeros.
Sonrió divertida al joven, que le respondió con otra sonrisa.
- ¿Qué sorpresa ?
- Son cosas privadas...
- ¡Rosalinda!
Esta vez la suerte estuvo de su lado. Recordó que en el bolsillo de su pollera había guardado un pañuelo, lleno de puntillas y bordados, que su padre había regalado a una doncella, después  de las “finas” atenciones que esta le había brindado y que Rosalinda había observado  con profunda atención. Lo sacó y agitándolo frente a él, sonriendo con desparpajo, contestó:
          - Si vos lo ordenáis, puedo contarlo ahora...
          El señor conde se puso blanco. A continuación sus ojos se inyectaron de sangre y ya estaba por agarrar del cuello a la atrevida cuando esta, tomando de la mano a Clodomiro, le pidió que la acompañara a recorrer el jardín del castillo.
          Entonces intervino el feudal vecino:
-  Clodomiro. ¡Te quedas aquí!
- Pero, señor – terció Rosalinda - ¿ No soy, acaso, la última posibilidad?
          Arrastrando al joven salió del amplio salón mientras cantaba  una canción popular que no figuraba entre las aburridas que tocaba en el arpa.
          El conde y el señor feudal se quedaron unos minutos en silencio.
- Si no hubiérais venido acá como última posibilidad...
- Si no os hubieran mostrado ese pañuelo... pero acá, entre nosotros; ahora que vuestra dulce hija se ha retirado, contad... contad la historia  del  pañuelo.
          Mientras los caballeros se confesaban, Rosalinda le aclaraba al vecinito que no sabía coser, que no sabía bordar, pero que sabía abrir muy bien la puerta para ir a jugar...
          Clodomiro le prometió ponerle todas las doncellas que necesitara para esas cosas que no le importaban, salvo lo de la puerta... A lo cual Rosalinda le prometió que iría a jugar cuantas veces se lo pidiera. Eso sí, si le encontraba un pañuelo perfumado, le cortaba la cabeza.
         El casamiento fue un éxito. Rosalinda nunca encontró pañuelos perfumados, tampoco cocinó, planchó,  ni se ocupó de seguir estudiando con su pesado profesor. El arpa durmió “ del salón en un ángulo oscuro” y la mamá de la condesita habló muy seriamente con ella antes de la boda. Después de la charla se le fueron las callos de las rodillas porque ella también aprendió a jugar.

       Y colorín, colorado, este cuento ha terminado.