Amira
se había criado entre toros. Su padre era ganadero y criaba toros de lidia.
Sus primeros pasos la llevaron a los
corrales de los bravos animales. Gozaba observándolos. Aprendió el arte de la
tauromaquia antes que a escribir. A medida que crecía, cada vez más
entusiasmada con el toreo, practicaba continuamente con animales pequeños. Los
peones del campo, admirados de la facilidad y valentía que demostraba, no
dejaban de estimularla y enseñarle todo lo que sabían del tema. Serpentinas,
revoleras, verónicas, pases de pecho, todo lo que les veía hacer lo imitaba con
facilidad. Don Manuel, su padre, estaba orgulloso de ella.” Lástima que no sea
varón. Sería un magnífico torero”- solía comentar.
En su
pequeño pueblo blanco no podía faltar la plaza de toros. Todos los domingos,
con su padre, iba a ver las corridas. No soportaba que hirieran o mataran
toros; se tapaba furiosa los ojos si herían a algún caballo, disfrutaba el
espectáculo de música, de color, de coraje, pero odiaba los momentos
sangrientos. ¿No podría demostrarse el
valor y la destreza sin crueldad? Fue creciendo, concurrió a la escuela del
pueblo, pero la pasión por el toreo se iba adentrando más y más en ella.
Con
hermosos dieciocho años en su poder pidió a su padre que le permitiera aprender el arte del toreo.”¡Ni pesarlo! ¿Dónde se ha visto que una niña sea torero?”
Amira
estaba consternada. Tenía que aprender a la perfección. Algún día la aclamarían
en "Las Ventas" de Madrid. Sería torero.
Así, a
escondidas de su padre, con la complicidad de algunos de los mozos, fue
adquiriendo experiencia, seguridad, coraje. Ellos la admiraban. Comentaban la
facilidad con que manejaba a los animales, su valor, su tenacidad. “Si fuera
hombre estaría entre los mejores”,”Lo que se pierden por no dejarla ir a Madrid”,” Tendríamos que
ayudarla para que toree aunque sea en el pueblo” - decían entre ellos.
En la
pequeña plaza de toros solía haber espectáculos de toreo cómico en días de
fiestas populares o becerradas con animales jóvenes y menos peligrosos. Amira
vivía pensando cómo podría lograr torear, aunque fuera un sólo día en esa plaza.
“Si me vieran torear, seguro que
quedarían conformes”.
Se
aproximaba la fiesta del patrón del pueblo, “San Nicasio”. Como todos los años,
el cura visitó a su padre para pedirle colaboración. Y como todos los años Don
Manuel prometió darle algún animal para la becerrada. El cura se retiró
contento y Amira vio su oportunidad. Sabía que el personal de la finca la
ayudaría: sobre todo Javier, incondicional, enamoradísimo de ella.
En un plácido atardecer, Javier la vio
venir. Pensó que, como siempre, desearía torear un rato. Pero no. Esta vez (¡Oh milagro!), no quería torear. Pretendía hacerlo cómplice de algo que podía
significar perder el trabajo en la finca. “Tú sabes que son todos unos
´tapados´. Basta que me ayudes a montar el espectáculo. Yo me hago cargo de lo
que pueda suceder. Me van a mirar más a mí que al toro ¿O no?
Y Javier transó. Se estremecía solamente al pensar en la fiesta que Amira
preparaba. La concurrencia era casi toda masculina. Las mujeres no eran tan
fanáticas por las corridas. El alcalde presidía
generalmente los espectáculos y el señor cura, a su lado, quedaba ronco
de tanto gritar ¡Oooooole! ¡Oooooole! y más ¡Ooooole!. Nunca había toreado una
mujer. “Se escandalizarán”- pensaba Javier.
En cambio, Amira, conocía bien a sus
coterráneos, muy “santos” en apariencia, pero incapaces de perder de vista a
una mujer bien formada o seguirla hasta agotar la seguidilla de piropos que
conocían. Con harta frecuencia sus oídos quedaban cansados de escuchar a los hombres de su pueblo la
“caliente” admiración que le profesaban y más de un bofetón paró el paso del piropo, de la boca a las manos, de algún
admirador más atrevido.
En
los días que faltaba para el festejo del santo, Amira no volvió a los corrales.
Encerrada en su habitación cosía y hablaba por teléfono. Su primer “traje de
luces” debía llamar la atención a toda esa multitud de “babosos”. Estaba
convencida que podía ganarse el favor del público con lo bien que toreaba,
justamente siendo mujer...
La mañana del festejo se presentó
inigualable, ni una nube en el intenso azul, las casas más blancas que nunca,
los geranios luciendo en sus macetas que, tras las rejas, decoraban los
balcones.
Desayunó cantando y bailando.
-
Oye
tú – dijo el padre-¿A qué viene tanta alegría?
-
Hombre
¿qué no se puede cantar en esta tierra?
-
¿Vendrás
a la corrida?
-
¡Ya
lo creo! ¡No me la perdería por nada! Pero no me esperes. Voy con un grupo de
amigos.
Salió de la casa con un paquete bajo el brazo. Cantando bajito se fue a casa de una amiga. Las estrechas callejuelas del pueblo desbordaban de gente. Todos en la calle, comiendo rosquillas que enhebradas como collares derramaban almíbar. Se vendían en los kioscos armados desde temprano, alrededor de la iglesia.
Las
corridas que se hacían en estos festejos no llamaban mucho la atención. Los
toreros solían ser principiantes, los animales no muy grandes, los
estremecimientos que producían resultaban pocos. Sin embargo, esta vez corrían
comentarios sobre un torero excepcional que intervendría en la fiesta. Se
hablaba de varios matadores conocidos en el ambiente, se decía que uno de ellos
era amigo del cura y que se había ofrecido a intervenir en los festejos. Todo
era suposiciones, todos hablaban, todos inventaban, pero ninguno sabía la
verdad.
Como
si todo concurriese para apoyar la
incertidumbre, la imprenta del pueblo se había estropeado y no habían
programas.
“No importa - pensó el señor cura cuando
entró en la plaza – que sea lo que Dios quiera, que por lo visto me quiere
bien... ¡Nunca he visto esto tan lleno de gente! La recaudación me va a
permitir hacer buenos arreglos en la iglesia. Hay que creer o reventar, no me
dan ni un céntimo cuando lo pido desde el púlpito y aquí dan hasta lo que no
tienen...”
A las
cinco en punto de la tarde hizo su entrada el señor Alcalde. Se instaló en el
palco. No acababa de tomar asiento junto al señor cura cuando Javier se le
acercó y le dijo algo al oído. Una gran sonrisa apareció en el rostro del
alcalde que hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
Las
primeras corridas fueron tan pobres como las que veían cada año: los toreros
poco hábiles, los becerros para principiantes, de emoción: ¡nada!
Pero
todo llega.¡Por fin llegó!
El alcalde se paró. Con gesto casi
teatral colocó el pañuelo blanco sobre la baranda. Sonaron clarines y timbales.
El público, renovadas las esperanzas de un buen espectáculo, aplaudía y
gritaba. Comenzó el paseíllo. Se abrió la puerta grande, los alguacilillos se
dirigieron hasta el palco principal y destocándose solicitaron permiso para
iniciar el espectáculo. El público rugió de alegría. Comenzó el desfile:
banderilleros, picadores, monosabios, areneros y un tiro de mulitas cerrándolo.
Como si estuvieran presenciando la corrida en “Las Ventas”, en Madrid.
Disfrutaban del espectáculo, pero ¿y el torero? Ya estaban pensando que todo
había sido un truco publicitario y que nada de particular había cambiado. En
ese momento apareció Amina. Un escalofrío corrió por la plaza. Los músicos
siguieron tocando tan distraídos que ni miraban sus partituras: sólo tenían
ojos para la maravilla que ingresaba en
la arena.
Vestida
de odalisca. El torso escasamente cubierto por un bolero con brillantes y coloridas piedras, amplios pantalones de
gasa trasparente, ajustados en los tobillos, adornados con numerosas pulseras,
bien bajos de talle; coloridas babuchas en los pies. Su larga melena negra y
ondeada, flotaba en el aire con bien estudiados movimientos; los ojos
maquillados como para que los vieran desde muy lejos. Y así, ante la sorpresa
general, con una sensual e increíble danza del vientre fue adelantándose
cadenciosamente hasta el palco donde el Acalde, desorbitado ante la belleza de
la muchacha no atinó a reconocer en ella a la hija de Don Manuel. Éste, en
cambio, la reconoció inmediatamente. Casi tiene un infarto, pero resistió. El
mozo de espadas se acercó a Amira y le entregó la capa. El Alcalde puso
nuevamente el pañuelo blanco sobre la baranda del palco y sonrió amablemente a
Amira autorizando la salida del toro.
La
puerta del toril se abrió. Un tremendo toro, de casi quinientos kilos salió
bufando a correr alrededor del ruedo. Un “uuuuuuuuuuuuuu” sostenido recorrió la
plaza.
Don
Manuel se agarró la cabeza. Ese no era el becerro que había indicado llevar.
Ese era el más peligroso y fuerte de sus toros. Un ejemplar único que no quería
ver muerto. Resignado, furioso, no tenía otro
remedio que soportar el desarrollo de la lidia.
Ya, en
el primer tercio empezó a disfrutar: ¡Esa era su hija! ¡Qué maestra! El público
rugía. Amira bailaba, no toreaba. El toro parecía querer complacerla. Como si
supiera lo que querían hacerle los picadores les hacía frente violentamente y
escapaba antes que lo hirieran. Los peones hacían volar sus capotes, el toro
corría, embestía, daba espectáculo. Los picadores recibieron la orden de
retirarse. Y allí comenzó el tercio de banderillas. Amira había sido previsora.
¡De sangre nada! Las banderillas adhirieron al cuerpo del animal sin producirle
daño. Y comenzó el juego. El toro estaba acostumbrado a las prácticas de Amira.
La muchacha bailaba a su alrededor, con tal maestría, con tal cadencia, con
tanta perfección en el uso de la capa que, el público gritaba enardecido. El
toro actuaba como si pudiera cornear en cualquier momento. Sus embestidas eran
fiestas para el público cuyos ¡Ole! ya salían roncos de gargantas que no
paraban de gritar. Y llegó la muleta. El
silencio cundió en la plaza. Don Manuel, pálido, rezó; el señor cura
rezó también pero para que le perdonaran haber mirado a la niña más que al
toro; el alcalde, recordando lo que le había dicho Javier se imaginaba en
primera plana de un importante diario de
Madrid, presentado como avanzado y renovador alcalde que no hacía
discriminaciones.
Amira
completó el espectáculo con maestría y destreza. Cuando, supuestamente, debía
matar al toro, remató el espectáculo a su manera. Parada frente al tremendo
animal, apoyo la espada en el testuz. Ambos inmóviles, se desafiaban con la
mirada. La gente temblaba. De repente, lo imprevisto. Con tremenda agilidad
Amira pegó un salto y se sentó sobre el lomo del animal y lo condujo frente al
palco. El toro dobló sus patas delanteras: Amira descendió triunfante. Había
toreado en una plaza. No había matado al toro. Le acarició el testuz y sacando de su bolero un pañuelo azul se lo
colocó al toro en el aro que tenía en una de sus orejas.
Misión
cumplida. Tuvieron que sacarla con la Guardia Civil porque más de uno quería conocerla
de cerca. El ABC de Madrid publicó en
primera página la foto de Amira, con su enloquecedor “traje de luces”
efectuando una verónica que sacaba el juicio hasta al toro. En el artículo que
comentaba el evento el Alcalde leyó con satisfacción que los “popes” de la tauromaquia
lo consideraban “inteligente y progresista”.
¡Todos
contentos! ¡A festejar! ¡Hay chocolate con churros!