domingo, 17 de octubre de 2021

Marrón Glacé

    El castaño era un árbol grande. Su espeso follaje cobijaba las castañas que cerca de Semana Santa comenzaban a aparecer diseminadas en el césped. Mi madre me había contado que en España las usaban para alimentar a los cerdos. Aquí eran un lujo que durante bastantes años me entretuvieron mientras las transformaba en “Marrón Glacé”. Cuando sus coberturas verdes y erizadas de espinas se comenzaban a abrir mostrando la rígida, marrón y brillante cáscara que protegía al fruto, comenzaba la tarea. Guantes de cuero, escalera y balde. Trabajo para Rodolfo. Desaparecía en el follaje y me alcanzaba el balde lleno. Cosecha mucho mayor de la que exigía mi posterior artesanía. Una vez completados varios baldes las desparramábamos sobre la larga mesa del quincho. Con dos tenedores terminábamos de abrir las peligrosas y punzantes cubiertas, sacábamos las castañas, elegíamos las más grandes y sanas. Los chicos a veces ayudaban pero esa etapa del proceso no era la que más les interesaba. Esperaban la etapa en la que podían digerirlas… En ese momento se iniciaba el trabajo de mayor paciencia. Una a una eran sometidas a un corte en la dura cáscara interna y abrirlas para disponer de la fruta seca, aterciopelada y con circunvoluciones que la asemejaban a pequeños cerebros. Esa fina piel aterciopelada y dibujada con nervaduras también debía desaparecer. Las dejábamos en remojo hasta el día siguiente, en el cual armado de paciencia y con un cuchillo pequeño con punta bien filosa despegábamos la última protección. Entonces iban a parar a la olla. Agua, azúcar, esencia de vainilla y cada día – por cinco horas - se las hervía lentamente aproximadamente por una hora. Finalmente lograban estar bien impregnadas de azúcar, tiernas y con un tentador color dorado.

    Los chicos las devoraban mientras yo, sufriendo, veía cómo se terminaban en un momento lo que había costado largas horas de trabajo. Adolescentes con apetito interminable casi no daban tiempo a los adultos a probarlas (aunque la degustación “extraoficial” la hacía mientras las cocinaba para saber el momento en que estaban “a punto” …).

    Un año me enojé con los chicos por la rapidez con que las deglutían y les recriminé no dar valor el trabajo que me costaba hacerlas. La respuesta fue que la que no sabía valorar era yo, si lo hiciera podría ponerme muy contenta de ver lo poco que duraban. Fue un halago, pero lo mismo me propuse hacerlas un año más y terminar con algo que ya era casi una obligación… Al año siguiente, recordando lo que había decidido me esmeré todo lo que pude en las castañas “de despedida”. (Siempre las despedidas son tristes y en nuestro caso, nacidos con alma de gordos, saber que no habría nuevamente castañas “tenedor libre” fue duro, pero sobrevivimos). Una vez listas, compré papel de aluminio y las envolví como en las confiterías; busqué una caja para cada uno (todas iguales, desde luego). Mientras las entregaba les comenté que era el último año que iban a contar con las castañas “de mamá”. Cada uno disponía de su caja para comerlas en el tiempo que quisieran: todas en un día, una por día, o por semana o cuando les pareciera. Eran libres para elegir.

    Hubo de todo. Algunos comieron en un día el contenido de la caja, otro aguantó una semana en terminarlas, pero ganó Josefina. Con la constancia y método que la caracterizaban, cumplió a conciencia su plan. No recuerdo ya cada cuántos días se comía uno, con fruición, al terminar la cena. Los primeros días le hacían bromas que ella parecía no escuchar mientras ponía cara de deleitarse y comía lentamente su Marrón Glacé. Cuando ya todos habían terminado sus respectivas cajas, la de Josefina todavía tenía para bastante tiempo. Entonces sí se la veía gozar doblemente, no solo por la castaña sino por la indignación de sus hermanos que no conseguían convencerla de que les diera alguno.

    Ahora, cuando recogemos castañas nos limitamos a abrir la cáscara, ponerlas al horno y comerlas calentitas y tiernas y en cantidades mayores…





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