lunes, 23 de septiembre de 2013

El balcón de Julieta

          Julieta estaba furiosa. Ya no aguantaba más. Se había cansado de esperar que Romeo subiera a su balcón y la raptara. El joven intentó trepar por las largas y rubias trenzas de su amada y casi la deja pelada. Había probado llegar, varias veces, con alguna escalera que traía quien sabe de donde, pero don Montesco siempre lo pescaba y empujando la escala lo devolvía a tierra. En otras ocasiones, como novia amorosa, había anudado la sábana para que se agarrara a los nudos y alcanzara su meta. Tampoco. El ama de llaves del palacio se daba cuenta y debía planchar  cuidadosamente las duras sábanas de hilo con una pesada plancha llena de carbón caliente. Era demasiado...
Julieta blandía, en esos momentos, un pico y más que enojada golpeaba  su precioso balcón, destruyéndolo concienzudamente. Trozos de mampostería caían ruidosamente a la calle  ¡POM! ¡POM!...
Pasó un paje. Miró hacia el primer piso donde Julieta descargaba su rabia y preguntó: - ¿Qué te pasa Julieta? ¿Por qué rompes tu lindo balcón?
- ¿Y a ti que te importa ?
- ¡Qué delicada estás hoy!
Julieta no estaba de humor para aguantar al paje. Tomó una maceta con  geranios y se la tiró. Tuvo buena puntería. El paje se desmayó porque la maceta le dio en plena cabeza. De su gorro de terciopelo azul salieron pajaritos y estrellas.
Pasó un nene con una jaula y se llevó los pajaritos. Pasó una nena con un chupetín bien húmedo y pegoteó una estrella. Siguió su camino chupándolo pero escupió la estrella pronto. Tenía demasiado gusto metálico.
Pasó una vieja con una canasta llena de alimentos. Miró hacia arriba  y preguntó dulcemente a Julieta:
-¿Quieres una manzana?
           Julieta miró la manzana que le ofrecía.
–No me gustan las verdes. Cómasela usted - Y siguió con su demolición.
La vieja no cejó en su afán de darle algo a la dulce niña.
-Tengo higos... ¿ Te gustan? Julieta no le contestó. Todavía había otra maceta en el balcón. Esta tenía pensamientos. No lo pensó dos veces. Con puntería digna de una princesa le acertó la maceta en el cráneo. La vieja cayó sentada sobre los huevos que llevaba en la canasta. Vacilante se retiró con la tortilla incrustada en el trasero. Si no fuera por lo enojada que estaba Julieta casi se ríe.
Su padre venía hacia el palacio. Lo vio venir pero no le importó. Estaba decidida a terminar con el famoso balcón. Montesco no podía creer lo que veía.
-¿Te volviste loca, hijita mía?
- Julieta respondió a los gritos: - ¡Qué hijita ni hijita! ¡ Ya me cansé!... Sal de ahí o algún cascote te va a dar dolor de cabeza.
- Ni lo pienses – respondió el padre-. ¡ Ahora subo y la que vas a recibir una buena tunda vas a ser tú !
-Ja... ja... - contestó la niña.
Tomando una de las pesadas cortinas la arrancó y la hizo volar. Era una maestra en la puntería. El pobre Montesco quedó tapado por la cortina y sus movimientos lo asemejaban a un fantasma.
Se arrimaba una procesión. Al ver al fantasma, se detuvieron inmediatamente, le arrojaron agua bendita y lo ataron para llevarlo hasta el templo y exorcizarlo. De nada sirvieron los gritos de Montesco que decía:
¡Soy yo! ¡Soy yo!...
- Todos somos yo - le dijo un bufón que pasaba. Miró el balcón y preguntó  -  ¿Necesitas ayuda, linda?
Julieta ni se molestó en contestarle. Quería aprovechar el tiempo y la estaban interrumpiendo demasiado. Siguió con su ¡POM! ¡POM!
Finalmente cumplió su objetivo. Del balcón no quedaba nada. Muy tranquila se cortó las trenzas que cayeron sobre Romeo justo cuando llegaba. Julieta lo vio, lo saludó amigablemente. Le tiró un paquete de sábanas que ya no anudaría ni tendría que planchar y entonando una dulce melodía le hizo saber a Romeo que podía usarlas para lo que le diera la gana.
Se puso un vestido negro, se tapó el rostro con un velo del mismo color y resuelta se dirigió al convento mas próximo. Así hacían entonces las viudas y las que sabían que no se iban a casar. Se abrió el torno. Una voz preguntó: -¿Qué deseas?
- Entrar – contestó Julieta – No me quiero suicidar...
La puerta se abrió lentamente. Julieta entró contenta. No había que esperar más a ese novio tonto, ni al fin de la historia que le habían contado. El día que quisiera salir del convento ya encontraría otro balcón para romper.

Así fue como Julieta se salvó de suicidarse y... Colorín, colorado este cuento de media noche ha terminado.

Rosalinda, dulce niña

     Rosalinda estaba aburrida. Terriblemente aburrida. Con los codos apoyados en una de las almenas de las torres del castillo miraba, casi sin ver, al pequeño pueblo amurallado, derramado en la ladera como lava del volcán que saliera del castillo. –“Estoy harta de vivir encerrada aquí, de escuchar a mi profesor contarme tonterías todos los días, viejo ignorante....si supiera las cosas que averigüé por mi cuenta, podría ponerlo amarillo de vergüenza. Y mi madre que debe tener callos en las rodillas de tanto rezar en la capilla. ¿Qué le pedirá a Dios, con tanta insistencia?”
En el horizonte una polvareda anunció que se acercaba un carruaje. -“Algo es algo”-pensó Rosalinda. Vio cómo entraba al pueblo y subía en dirección al castillo. No sabía que esperaban visitas. Bajó corriendo a sus aposentos. Se sacó el incómodo sombrero cónico cuyo largo tul, que salía del vértice, le impedía desplazarse con facilidad entre muebles y adornos, de los cuales había roto algunos gracias al incómodo artefacto. Ya libre, corrió al salón donde su padre recibía a las visitas. Los pesados cortinados de una de las ventanas fueron,  como tantas otras veces, el escondite perfecto desde el cual escuchaba y espiaba lo que su padre hacía. Él sí que era un maestro: diplomacia, política, furia, venganzas, diversiones varias  con el personal femenino del castillo; materias que día a día, enriquecían su imaginación y la capacitaban para ejercer el poder en un futuro. Sería como él, seguro.
No tardó mucho en abrirse la puerta. Desde su escondite vio quiénes eran: el vecino del castillo de la montaña próxima... ¡ y su encantador hijo!
- ¡Está bueno mi vecinito! - pensó la dulce niña.
Sin perder de vista al muchacho escuchó los motivos de la visita.
- Sois mi última posibilidad. Clodomiro debe casarse, pero nadie le viene bien. Ya me tiene harto. Ha conocido a todas las niñas con alcurnia, de los feudos vecinos: que si esta es gorda, que si esta es flaca, que si esta no sabe leer, que si esta no sabe cocinar, que si esta esto, que si esta aquello...  Estoy perdiendo la paciencia... Sé que tenéis una  hija, que los rumores dicen que es bella e inteligente. ¿Podríais hacernos el favor de presentarla?
     Detrás de la cortina Rosalinda reventaba de rabia. ¡A un bomboncito como Clodomiro esperaron al final para presentárselo!
     Su orgullo estaba profundamente herido, pero era un candidato  demasiado bueno para perderlo.
   La suerte no parecía estar de su lado ese día. Una rata apareció en el escondite y comenzó a oler los zapatos de Rosalinda. Trató de ahuyentarla  con ligeros movimientos del pie, pero la fragancia que estos despedían atraía poderosamente al vil roedor. No aguantó más. Tomó al animal por la cola, lo revoleó con fuerza y lo estrelló contra el vidrio que estalló en mil pedazos. Con el giro para despedir a la rata y los cristales que saltaban para todos lados también ella salió bruscamente de atrás de la cortina.  Parada frente a los tres caballeros, sin amilanarse, hizo una profunda reverencia y sonriendo al joven  le dijo:
     - Buenos días, Clodomiro. Siento conocerte tan tarde. Si no hubiera tenido que reventar a una rata, probablemente no hubiera salido de mi escondite, pero mira...
     Con gesto pícaro se levantó la pollera mostrando impúdicamente los tobillos y continuó:
     - ¡Le gustaron mis zapatos!
     - ¡Rosalinda! – tronó el padre.
          Con una sonrisa dulce y tímida lo miró y melosamente dijo:
          - ¡Oh! Perdón... Me olvidé de saludar al caballero.
       Con otra profunda reverencia se inclinó ante el vecino mientras levantaba algo más su cándida pollera en la dirección de Clodomiro.
 - ¿Qué hacías detrás de la cortina? -volvió a tronar su padre.
 - Quería daros una sorpresa. No sabía que esperabais a estos distinguidos caballeros.
Sonrió divertida al joven, que le respondió con otra sonrisa.
- ¿Qué sorpresa ?
- Son cosas privadas...
- ¡Rosalinda!
Esta vez la suerte estuvo de su lado. Recordó que en el bolsillo de su pollera había guardado un pañuelo, lleno de puntillas y bordados, que su padre había regalado a una doncella, después  de las “finas” atenciones que esta le había brindado y que Rosalinda había observado  con profunda atención. Lo sacó y agitándolo frente a él, sonriendo con desparpajo, contestó:
          - Si vos lo ordenáis, puedo contarlo ahora...
          El señor conde se puso blanco. A continuación sus ojos se inyectaron de sangre y ya estaba por agarrar del cuello a la atrevida cuando esta, tomando de la mano a Clodomiro, le pidió que la acompañara a recorrer el jardín del castillo.
          Entonces intervino el feudal vecino:
-  Clodomiro. ¡Te quedas aquí!
- Pero, señor – terció Rosalinda - ¿ No soy, acaso, la última posibilidad?
          Arrastrando al joven salió del amplio salón mientras cantaba  una canción popular que no figuraba entre las aburridas que tocaba en el arpa.
          El conde y el señor feudal se quedaron unos minutos en silencio.
- Si no hubiérais venido acá como última posibilidad...
- Si no os hubieran mostrado ese pañuelo... pero acá, entre nosotros; ahora que vuestra dulce hija se ha retirado, contad... contad la historia  del  pañuelo.
          Mientras los caballeros se confesaban, Rosalinda le aclaraba al vecinito que no sabía coser, que no sabía bordar, pero que sabía abrir muy bien la puerta para ir a jugar...
          Clodomiro le prometió ponerle todas las doncellas que necesitara para esas cosas que no le importaban, salvo lo de la puerta... A lo cual Rosalinda le prometió que iría a jugar cuantas veces se lo pidiera. Eso sí, si le encontraba un pañuelo perfumado, le cortaba la cabeza.
         El casamiento fue un éxito. Rosalinda nunca encontró pañuelos perfumados, tampoco cocinó, planchó,  ni se ocupó de seguir estudiando con su pesado profesor. El arpa durmió “ del salón en un ángulo oscuro” y la mamá de la condesita habló muy seriamente con ella antes de la boda. Después de la charla se le fueron las callos de las rodillas porque ella también aprendió a jugar.

       Y colorín, colorado, este cuento ha terminado.

Abrigando al perro

          Por muchos años Elena tejió para toda la familia. En todo momento, en los lugares más insólitos y, como no podía ser de otra forma,  mientras manejaba la camioneta. El tejido, sobre sus rodillas, la acompañaba mientras traía y llevaba chicos de diversas escuelas. Cada vez que se detenía en un semáforo o esperaba que recibieran a alguno de sus pequeños clientes, el tejido era tomado rápidamente y aunque fuera poco seguía creciendo. Así, año tras año. Primero fueron tejidos para sus hijos; después, para sus nietos. Ya, con más de setenta años a cuestas y siempre manejando su trasporte escolar, comenzó a notar que lo que tejía no gustaba a quienes recibían lo que tanto tiempo le llevaba realizar. Su desilusión llegó al punto máximo cuando, a los pocos días de haberle entregado un chaleco a su nieta de quince años, supo que lo había regalado.
          -“¡Nunca  más les tejo nada!... Se acabó. Si no les gusta lo que tejo, no me molestaré más en hacerlo”.
          No era fácil romper un hábito de casi toda la vida. Le faltaba algo entre las manos; se sentía extraña sin la madeja de lana y las agujas de tejer siempre a su lado; las esperas en los semáforos le resultaba eternas. Llegaba el invierno y no había tejido nada. Casi experimentaba culpa.
          Algo vino a sacarla de esa situación incómoda. A su hijo menor le acababan de regalar un cachorro. El muchacho vivía en el interior y el frío se hacía sentir ¿Qué mejor que pedirle a la madre que le tejiera   un suéter al perrito? Aceptó encantada. Sin embargo no iba a ser tan fácil. Ese día compró, entusiasmada, la lana que consideró necesaria; eligió colores que combinaran con el pelaje del animal, calculó - sin el perro - las medidas que debía tener. Tejió, con la mayor celeridad posible su primer modelo canino: mangas para las patas delanteras, largo suficiente en el cuerpo para que lo abrigara bien. Como sobró lana,  tejió también un gorro para el hijo, haciendo juego con el saco del perro. Así, cuando lo sacase a pasear, estarían los dos con abrigos similares.
          Contenta, orgullosa de su trabajo, se fue a ver al hijo antes de que regresara a su casa. Comenzaron los problemas. Le probó el saco al cachorro. No le había pasado por la cabeza que las patas delanteras no salían del tórax en la misma posición que en los seres humanos. Tendría que arreglar ese detalle.
          Mientras observaba con disgusto su equivocación, el perro se orinó. Segunda sorpresa: no había pensado en dejar destapadas las partes necesarias. Con rabia le sacó el suéter al cachorro. Su hijo miraba la prueba.  Comenzó a reírse.
- Pero, vieja, ¿Cómo no te fijaste que era macho? Va a necesitar pañales cada vez que le ponga el abrigo.¿También le tejiste un gorro?
- No. El gorro lo hice para vos.
El hijo tomó el gorro, lo miró por todas partes, lo dejó sobre la silla.
- Vieja, vos me estás jodiendo ¿En serio pensás que puedo salir con el mismo disfraz que el perro?
- ¿Qué tiene de malo?
- Mirá. Si llego a sacar a pasear al perro con este gorro no te puedo explicar lo que me puede pasar.
-¡Ah! ¿Si? ¿Qué te puede pasar, si se puede saber?
- Y... Según las ganas de divertirse que tengan los muchachos.
La madre no entendió, pero - por si acaso- no preguntó nada más. En el camino de regreso hasta su casa fue mirando a la gente que caminaba por las calles. Buscaba algún “paseador de perros”. Tenía la esperanza de que en alguno de los grupos de animales que sacaban  a pasear, tan variados en razas y tamaños hubiera alguno parecido al cachorro de su hijo. Por fin vio a un hombre que paseaba varios perros. Aceleró la marcha, estacionó mal la camioneta para adelantarse al perrero, se bajó y resuelta se dirigió a él.
          -¿Qué lindos perros? Este especialmente. ¿Qué edad tiene?
          El perrero la miró con desconfianza -“¿De dónde habrá salido esta vieja?”- se preguntó.
          Elena siguió mirando detenidamente todos los animales. No había ninguno que fuera del tamaño del de su hijo. Y, bueno, seguiría buscando.
           A lo lejos vio a un muchacho que arrastraba una buena cantidad de animales. Justo donde iba a estacionar se le adelantó otro coche y tuvo que seguir. El perrero dio vuelta  a la esquina y lo perdió de vista. Dio una vuelta a la manzana esperando encontrarlo. Nada, se lo había tragado la tierra. Enojada por los inconvenientes, en el momento en que los semáforos le daban paso, lo vio salir de una casa de departamentos. No podía girar hacia ese lado. Otra vuelta a la manzana. ¡Ahora sí! Allá venía. Una maniobra brusca para estacionar y ¡Crash!” La camioneta se estrelló contra un poste de la vereda. En  un segundo, un grupo de curiosos la rodeo. Entre ellos el perrero.
“Lo primero es lo primero”- se dijo Elena. Bajó, miró la camioneta; vio uno de  sus faros roto. No se inmutó. Ante la  tranquilidad con que tomó lo que acababa de pasar, los mirones perdieron interés en el choque y se fueron retirando.
Esta vez  Elena  llamó al perrero. Le explicó que tenía que tejer un suéter para un perro de su hijo y que necesitaba tomar las medidas de alguno similar. El muchacho le dio total libertad de medir lo que quisiera. Elena se sintió feliz. En medio del grupo, uno pequeño, casi escondido entre los demás, fue sometido a una medición nada precisa. La palma de la mano  fue deslizándose por todos los rincones del perro para calcular los puntos que debía tejer. Después de las primeras exploraciones el perro se cansó y un ligero gruñido avisó a Elena que debía apurarse en terminar las investigaciones. ¡Justo a tiempo! Mientras calculaba dónde debía terminar la parte inferior para que no se humedeciera nuevamente; el animal, nada dispuesto a que le tocaran sus intimidades, dirigió un amplio mordisco a la tejedora que logró escabullir la agresión casi en el límite.  Temblando, se retiró del animal que le ladraba violentamente. Agradeció mientras se retiraba con rapidez. Llegó hasta la camioneta escuchando como los ladridos se habían contagiado al grupo de perros que la despedían furiosamente, todos al mismo tiempo. No quiso imaginar lo que estaría pensando  el perrero de ella.
Finalmente tenía las medidas (aproximadas).
En cuanto llegó a la casa abrió la bolsa donde había puesto el suéter del perro. Un vaho desagradable atacó su olfato. Evidentemente debía lavar la lana. “Todo sale al revés. Ya me estoy hartando”- pensó Elena.
Lavó el tejido, lo deshizo comprobando que el haberlo hecho a rayas multicolores complicaba el desarmado. Tuvo ganas de tirar todo a la basura. Recordó lo que le había costado la lana y decidió que no le iba a ganar un suéter de perro. Esta vez, con menos apuro, volvió a tejer la prenda. El hijo ya había regresado a su casa del interior. Esperaría que volviera para entregarle el abrigo del animal.
Los días pasaron y, por circunstancias diversas, el hijo no regresó hasta dos meses más tarde. En cuanto Elena supo que había regresado fue a verlo. Esta vez debía  estar todo bien. Hasta el gorro del hijo, que no había tenido que destejer, le gustaba más que antes. Con el paquete en la mano tocó el timbre. Escuchó un ladrido ronco y fuerte. Elena palideció. La puerta se abrió un poco, mostrando una cadena que impedía mayor abertura.
- ¡Hola, mamá! Esperá que encierro al perro. Cuando no conoce es bravo y te puede morder.
Elena alcanzó a ver los colmillos del que había dejado de ser cachorro; pintando ya como un gran Manto Negro. Antes de que el hijo regresara se acercó al incinerador y arrojó el paquete.
-¿Viste como creció el perro? Menos mal que no le tejiste el saco. Con el pelaje que tiene no  lo necesita.

Elena cambió de tema. Ese día se jubiló definitivamente de tejedora.